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lunes, 26 de noviembre de 2012

¿Socialdemocracia? o ¿Social-liberalismo? La Crisis de la Socialdemocracia



El resultado de las últimas elecciones generales en España ha sido anticipado y pormenorizadamente analizado en estas y otras páginas por muchos autores. Ninguna sorpresa: Alfredo Rubalcaba cosechó el peor resultado de la historia de su formación, no muy lejos de su correligionario alemán en el 2009. Y francamente, ¿de veras le ha sorprendido a alguien? A más de 1.800 kilómetros de Madrid, la noticia pasó sin pena ni gloria: era catástrofe anunciada. Zapatero «deja tras de sí un partido, que aunque aún lleva en su nombre la palabra “socialista”, no tiene ningún perfil político propio», escribía Thorsten Mense para konkret en su número de octubre. [1] El Tagesspiegel habló de «debacle», el mismo adjetivo que emplea el Frankfurter Rundschau, el Süddeutsche Zeitung calificó el resultado de los socialistas españoles de «catastrófico» y el Spiegel especula incluso con una escisión del PSOE por la izquierda. [2]

El desplome electoral del PSOE –28'73% de los votos, 110 escaños– es la última muestra de una tendencia de crisis prolongada en la socialdemocracia europea de posguerra. La leve mejora en las encuestas de algunos partidos socialdemócratas europeos, recibida por los medios de comunicación con un entusiasmo digno de mejor causa, puede inducir a engaño. El caso de Dinamarca es significativo. Pese a entrar en el gobierno, los socialdemócratas obtuvieron en las últimas elecciones uno de los peores resultados de su historia: la formación de Helle Thorning-Schmidt perdió votantes y se quedó en un 25%, muy lejos de su media histórica –en torno al 30%–  y mucho más lejos aún del éxito de 1935, cuando cosechó el 46% de los votos. En Francia, la victoria de François Hollande sobre Martine Aubry en las primarias del Parti Socialiste supone el estancamiento del partido en el centro político, con miras a recoger tanto como pueda el descontento hacia Nicolas Sarkozy y, por descontado, no supone ningún retorno al programa del Congreso de Épinay (1971). En Alemania, el SPD no sólo sigue sin desdecirse oficialmente de la política antisocial del gobierno de Schröder, sino que su probable candidato a las elecciones de 2013 será el schröderiano Peer Steinbrück, ministro de Finanzas durante la Gran Coalición (2005-2009) bendecido por el ex canciller Helmut Schmidt y los medios de comunicación como contrapeso al ala izquierda del partido de Andrea Nahles y compañía. De hecho, no se descarta una nueva coalición entre socialdemócratas y conservadores para 2013, con la coalición roji-negra en Berlín –la opción menos esperada y la que finalmente triunfó– como precedente. En Holanda, Suecia y Finlandia de la debilidad de los socialdemócratas se aprovecharon partidos ultras –el Partido de la Libertad de Geert Wilders, los Demócratas Suecos de Jimmie Åkesson, los Verdaderos Finlandeses de Timo Soini– que entraron en el parlamento. Las joven promesa del laborismo británico, Ed Miliband, se quedó después de su elección como presidente del partido septiembre de 2010, en eso: simple promesa. En Italia, el Partito Socialista Italiano desapareció con la implosión del sistema de partidos tras el escándalo de corrupción de Tangentópoli, mientras su presidente, Bettino Craxi –quien, entre otros méritos, aupó políticamente a Silvio Berlusconi– buscaba refugio en el Túnez del autócrata Ben Ali en su huida de la judicatura y del fisco italianos. Su sucesor, el Partito Democratico no termina de despegar.

1973: crisis del petróleo y crisis de la socialdemocracia

Cómo se ha llegado a este punto, ni los socialdemócratas mismos lo saben. La Friedrich-Ebert-Stiftung –el think tank del SPD que, dicho sea de paso, estuvo detrás de la reinvención de la socialdemocracia española y de su cesura del PSOE histórico durante la Transición– lleva años invirtiendo considerables sumas de dinero en ello sin llegar a ningún resultado concluyente. Quizá no es que no lo sepan, quizá es que no quieren saberlo. Con más modestia y menos presupuesto, Franz Walter, profesor de Ciencias políticas de la Universidad de Göttingen y buen conocedor de la socialdemocracia alemana, sobre la que escribe regularmente para los semanarios Die Zeit, Spiegel y Freitag, se planteó mejor las preguntas en uno de sus últimos libros: Vorwärts oder abwärts? Zur Transformation der Sozialdemokratie (Berlín, Suhrkamp, 2010). (El título, ¿Adelante o para abajo? Sobre la transformación de la socialdemocracia', es un juego de palabras con el título del histórico periódico orgánico del SPD, Vorwärts!.)

A pesar de la mucha tinta vertida sobre la crisis de la socialdemocracia inmediatamente antes y después de la Primera Guerra Mundial debido al apoyo de los socialdemócratas franceses y alemanes a los créditos de guerra, lo cierto es que la bolchevización del movimiento obrero europeo –el insurreccionalismo y el “centralismo democrático” diseñado para combatir la autocracia rusa difícilmente podía ajustarse a la democracia de las organizaciones europeas– y los partidos socialdemócratas siguieron contando con el respaldo mayoritario de los trabajadores, no sólo a pesar de la formación de partidos comunistas (crecientemente tutelados por Moscú), sino de interesantes partidos socialdemócratas independientes y socialistas de izquierdas escindidos del tronco común socialdemócrata. En su libro, Franz Walter fecha el comienzo de la crisis de la socialdemocracia europea de posguerra en el año 1973. El autor toma como base para su afirmación la del historiador británico Eric Hobsbawm de que «la historia del siglo XX fue, desde 1973, la historia de un mundo que ha perdido su orientación.» Nada más cierto. De 1967 a 1973, la socialdemocracia europea vivió «los seis años de oro» de su historia tras la Segunda Guerra Mundial. Pero la crisis del petróleo y la ofensiva neoliberal (en tres frentes: el político, el económico y el ideológico) marcaron el comienzo del declive de los socialdemócratas en Europa. ¿Por qué?

Walter apunta las siguientes causas para la crisis de la socialdemocracia: (1) haber considerado como incuestionable el modelo de crecimiento económico basado en los combustibles fósiles, perjudicial para el medioambiente, que produjo su base electoral histórica; (2) las transformaciones de la clase obrera de posguerra en Europa tras los procesos de terciarización de la economía en Europa occidental (1973 fue el primer año en que el sector terciario superó al secundario en Alemania), y; (3) relacionada con la anterior, su incapacidad para salir del marco nacional y pensar internacionalmente, con una Internacional Socialista completamente decorativa –de hecho, ¿quién se acordaría hoy de que aún existe si no fuera por la vergonzosa inclusión del Partido Nacional Democrático de Mubarak hasta 2011?– a medida que se deslocalizaban industrias y los partidos socialdemócratas perdían su tradicional base electoral.

La terciarización de la economía en Europa, primero, y la deslocalización de empresas, después, dividió a la clase obrera europea. Las grandes unidades de producción, en la que los obreros trabajan juntos bajo un mismo techo y con un mismo horario de trabajo y adquirían así su conciencia de clase de manera bastante clara, se vieron en pocos años afectadas por la reestructuración debido a la introducción de las nuevas tecnologías informáticas y el paro, cuando no el traslado a la periferia del continente. Los mejor cualificados pudieron encontrar nuevos empleos en el creciente sector servicios, y con ellos, posibilidades de promoción social, no siendo la menor de ellas el traslado a una nueva residencia. Para el resto quedaron los trabajos peor remunerados y el paro. Su residencia era –no podía ser más que– los viejos barrios obreros, en los que el porcentaje de parados creció y los trabajadores inmigrantes pasaban a ocupar las viviendas abandonadas por el primer grupo, visto con resentimiento por quienes se veían a sí mismo como orillados. Este resentimiento formaría, andando el tiempo, el núcleo de votantes de la derecha populista racista, al concentrarse su agresividad negativamente contra toda suerte de enemigos ficticios internos o externos, así como individuos que caen fuera del marco de la “normalidad” (izquierdistas, homosexuales, ciertas subculturas urbanas). La clase obrera, pues, no desapareció, pero dejó de tener conciencia de serlo. No desapareció como clase en sí, sólo como clase para sí. Este cambio afectó lógicamente a las organizaciones del partido, que, compuestas por “los ganadores” de 1973, fueron, acorde a su adquirida posición en la estructura social y sus anhelos de clase media, cada vez menos democráticas. La crítica de Lenin a una aristocracia obrera –un término procedente de la Inglaterra de la segunda mitad del XIX y que Lenin se limitó a proyectar sobre Europa– cobró de súbito vigencia. En la sociología de la época popularizó el término “ascensor” –un ascensor que iba, por supuesto, en dos direcciones, dependiendo de quien lo tomara–. En este fenómeno tuvieron bastante que ver las organizaciones socialdemócratas.

En contra de lo pregonado por el marxismo vulgar, algunas concepciones del mundo influyen sobre el curso de la realidad social. En el caso alemán, por ejemplo, el abandono del marxismo en el Congreso de Bad Godesberg (1959) tuvo consecuencias prácticas: el SPD dejó de ser un partido de trabajadores (Arbeiterpartei) para convertirse en un partido de masas que aglutinase a otras clases sociales (Volkspartei). Si en un primer momento esta medida aumentó su base electoral y llegó con el tiempo a bloquear las posibilidades electorales al catolicismo social existente en la CDU, a largo plazo dejó desprovistas a las organizaciones socialdemócratas, afectadas por la desaparición de las grandes unidades de producción, de su verdadera razón de ser –escuelas de socialismo, lugares de solidaridad y de creación de una sub y contracultura propias– y muy pronto se convirtieron en el vehículo ideal para la promoción social de la nueva clase media surgida de la posguerra, con la mira puesta en no pocas ocasiones en la estabilidad de la carrera como funcionario del estado. En el seno de las viejas organizaciones socialdemócratas se formó una nueva clase dirigente sin experiencia, pero tampoco interés, en cuestiones sociales y con un conocimiento superficial de la historia del movimiento obrero y el análisis político y económico. En el proceso los grandes dirigentes históricos de la socialdemocracia –Wilhelm Liebknecht, August Bebel, Aristide Briand, Jean Jaurès, Otto Bauer, Rudolf Hilferding, Clement Attlee o Willy Brandt– se arrojaron sin más al basurero de la historia.

De la socialdemocracia al social-liberalismo

Estos nuevos dirigentes creyeron erróneamente que la incapacidad de la socialdemocracia para resolver los problemas derivados de la crisis de 1973 se encontraba precisamente en el viejo instrumental para superarla: análisis racional de datos empíricos e intervención del estado. Los nuevos dirigentes socialdemócratas mordieron el cebo del neoliberalismo, adoptaron su credo –desregulación y mercados libres contra un Estado social visto como un ineficaz Leviatán burocrático– y creyeron que su futuro electorado sería la clase media –que, como hoy sabemos, era en buena medida una ficción alimentada por el crédito–, abandonando a la clase obrera al populismo racista –«el socialismo de los tontos», en inmejorable expresión de August Bebel– y a una apatía existencial que en los jóvenes quedaba mitigada por el consumo, la cultura de masas alienada y el uso embrutecedor de las drogas. El resultado de este maridaje imposible entre la tradición socialdemócrata y el neoliberalismo de cuño anglosajón recibió, como es notorio, el nombre de Tercera Vía, un término que como Franz Walter se encarga de recordar, se presta a la confusión histórica: una “tercera vía” entre bolchevismo y socialdemocracia parlamentaria la buscaban los socialistas de izquierda de los años treinta, y más tarde los socialistas yugoslavos y los comunistas reformistas checos; otra “tercera vía”, muy diferente, entre comunismo soviético y capitalismo occidental, la reclamaban para sí los nacional-bolcheviques, los fascistas italianos y aún el catolicismo político en la década de los treinta. La diferencia estriba, como señala Walter, en que los austromarxistas pensaban en una tercera vía «en el socialismo, entre la autocracia comunista y la pusilanimidad reformista [mientras que la] Tercera Vía de Anthony Giddens o Bodo Hombach de finales del siglo XX, por el contrario, había de seguir una senda concreta en el seno de las sociedades de mercado, no contra ellas, ni para ir más allá de ellas.»

Bodo Hombach –descrito como el “chico prodigio del Ruhr” por The Economist– y Peter Mandelson –el spin doctor favorito de Tony Blair y autor de la frase «We are utterly relaxed about some people getting filthy rich»– fueron los principales ideólogos de la Tercera Vía con la publicación, en 1999, de su manifiesto:The way ahead for Europe's Social Democrats. En este texto –que leído hoy suena según Walter «tremendamente superficial»– se rechazaba la intervención estatal al mismo tiempo que se aceptaba la función dirigente de los mercados financieros (por su «creatividad e innovación»), las rebajas de impuestos y ventajas fiscales para las grandes empresas y, en definitiva, todo lo que nos ha conducido a la situación actual. Anthony Giddens –un enemigo declarado de la socialdemocracia tradicional y de todo lo asociado a ella– hizo lo que acostumbran a hacer solícitamente los profesores de universidad bien establecidos: legitimar académicamente el manifiesto de Hombach-Mandelson y darle una pátina de prestigio intelectual. Los discursos se llenaron a partir de entonces de términos como “gobernanza”, “sociedad del conocimiento”, “sinergias” y “eficiencia”, una jerga tecnocrática que pronto derivó en bullshit. En la primavera de la Tercera Vía no sólo florecieron cien escuelas de pensamiento, todas más o menos igual de mediocres: los socialdemócratas no se avergonzaban de exhibir estilos de vida muy alejados de los de sus votantes ni de fotografiarse junto a destacados multimillonarios en sonadas fiestas. La asimilación acrítica del lenguaje y costumbres neoliberales fue tal que en Berlín un sorprendido Guido Westerwelle, el presidente de los Liberales, criticó a los socialdemócratas por copiar el programa de su partido.

Pese a todo lo anterior, no fue la clase obrera –fraccionada como pudiera estar– quien abandonó a la socialdemocracia, sino la socialdemocracia quien abandonó a la clase obrera. Mientras duró el boom económico, los socialdemócratas llegaron a tener el gobierno de 11 de los 15 países de la Unión Europea, incluidos los de las tres mayores economías: Alemania, Francia y el Reino Unido. Pero como dijo Abraham Lincoln en una ocasión, no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo, así que fue cuestión de tiempo que la clase obrera terminase por abandonar a la socialdemocracia: si en 1998 Schröder tenía un apoyo del 49% entre los trabajadores, en el 2009, su sucesor Frank-Walter Steinmeier –a quien los sindicatos habían retirado su histórico apoyo– sólo conseguía el 24% (menos que la CDU) y perdía más de 10 millones de votos. El Partido del trabajo holandés (PvdA) obtuvo el peor resultado de su historia en el 2002; los socialdemócratas suecos (SAP) en el 2006; el Partido socialdemócrata austríaco (SPÖ) en el 2008; el Partido socialdemócrata alemán (SPD) en el 2009; el Partido laborista obtuvo su peor resultado desde 1931 en las elecciones generales de 2010 (un año antes había quedado por detrás del euroescéptico UKIP en las elecciones europeas); y así hasta el 2011, cuando el PSOE ha obtenido el peor resultado de su historia. En las municipales los partidos socialdemócratas se vieron superados en sus feudos históricos por conservadores, liberales, verdes y, en el caso de Estocolmo, incluso por detrás del Partido Pirata, quedando en ocasiones en tercera y cuarta posición. La derecha populista se benefició del descalabro en Austria y en Francia, donde Jean-Marie Le Pen disputó famosamente a Jacques Chirac la segunda vuelta de las presidenciales tras desbancar al candidato socialista Lionel Jospin. La pérdida de militantes entre la socialdemocracia europea se cuenta asimismo por miles. El Partido Laborista de Tony Blair tenía 400.000 militantes en 1997, el de Gordon Brown 160.000; 123.000 militantes ha perdido la socialdemocracia noruega entre 1985 y 2003; 160.000 en Suecia entre 1991 y 2008; 150.000 en Dinamarca entre 1960 y 2007; 44.000 en Holanda entre 1990 y 2010. El perfil de su militante actual es hombre, trabajador cualificado en el sector público y rozando los 60 años, lejos del pluralismo integrador que se le supone a formaciones socialistas.

La desorientación política no es menos espectacular: mientras los socialistas españoles alzan el puño en Rodiezmo, sus parlamentarios aprobaban duras medidas de austeridad; mientras la secretaria general del SPD Andrea Nahles se esfuerza con denuedo en mantener el perfil izquierdista de la socialdemocracia alemana, el antiguo senador de Berlín Thilo Sarrazin proclama la superioridad genética de los alemanes allí donde le inviten a tomar la palabra. Y así por todas partes. Rémi Lefebvre, profesor de Ciencias políticas en Reims, se ha expresado categóricamente: «nadie sabe ya a favor de qué está el PS, a quién defiende y de quiénes son enemigos.» El ex ministro socialista de Cultura francés Jack Lang es aún más pesimista y define directamente al PS como «un árbol seco.» En efecto, la Agenda 2010 de Schröder –cuya aprobación quedó expedita tras obligar a Oskar Lafontaine, víctima de una campaña de desprestigio, a dimitir como ministro de Finanzas y Presidente del SPD– fue el punto de no retorno, no sólo en lo político: que la mayor campaña de desmantelamiento del Estado del bienestar fuese planeada y ejecutada por socialdemócratas y verdes conmocionó al electorado alemán, de manera bastante similar a que recientemente se ha visto conmocionado el griego o el español. En los años de Schröder el índice de pobreza aumentó del 12 al 18%, la tasa de trabajadores pobres (working poor) se duplicó, el trabajo precario floreció tanto como lo hicieron los hedge funds. Las ayudas sociales del Hartz-IV no sólo no consiguieron poner fin a nada de esto, sino que crearon un ejército de funcionarios-centinela. El ejército alemán volvió a participar en una guerra en Yugoslavia y en Afganistán con los socialdemócratas y verdes en el gobierno. El PSOE y el PASOK aprueban medidas que prometieron que no aprobarían, ofreciendo a su electorado una imagen de pusilanimidad ante las injerencias externas y creando una crisis de legitimidad de sus respectivos sistemas democráticos. Efectivamente, nadie sabe a favor de qué están los socialdemócratas, a quiénes defienden y de quiénes son enemigos.

¿Hay futuro para la socialdemocracia?

«La improvisación se convirtió en el estilo político de los cancilleres socialdemócratas desde Helmut Schmidt hasta Gerhard Schröder. Ninguno de ellos tuvo nunca un plan ni un proyecto sólido», escribe Franz Walter. «No es ninguna sorpresa que los ciudadanos se sientan decepcionados. El cinismo, el descontento y la frustración se extienden por todo el país.» Esto lo dijo alguien próximo al canciller Helmut Schmidt en 1976, pero podría decirse –como con la primera frase de Walter–  exactamente lo mismo de la socialdemocracia de hoy. [2] Señales de cambio, no se las ve por ninguna parte. En el 2009, la única respuesta de Steinmeier al peor resultado de la historia del SPD fue («en apodíctico staccato», como escribe Franz Walter) la siguiente: «El grupo parlamentario va bien, el partido también. Glück auf!». En un informe de la Friedrich-Ebert-Stiftung publicado el año pasado titulado “El debate sobre la 'buena sociedad'. ¿Hacia dónde va la socialdemocracia en Europa? Claves para el análisis”, el rumano Christian Ghinea se descolgaba con las siguientes afirmaciones:

«el dumping social es lo mejor que pudo pasarles a los trabajadores rumanos en los últimos años, dado que se trasladaron a Rumanía puestos de trabajo de empresas de Europa occidental. Naturalmente, nos gustaría ganar tanto como la gente de Occidente, pero en realidad sólo tenemos dos opciones, o bien nuestros actuales puestos de trabajo o ningún trabajo. (A pesar de que los ingresos pueden parecer ridículos para los europeos occidentales, el ingreso nominal aumento un 75% entre 2005 y 2008 en virtud de los sueldos y salarios de las empresas que trasladaron sus fábricas a Rumanía). ¿Qué se supone que tiene que hacer un rumano que quiera construir una buena sociedad? ¿Impedir el dumping social a fin de no poner en peligro puestos de trabajo en Occidente? No es el caso”» [3]

La crisis financiera de 2008 ha supuesto para algunos el lento despertar social de la socialdemocracia europea. No puede continuar como partido de masas enfocado a una menguante clase media, pero tampoco regresar a sus postulados tradicionales, pues mientras tanto nuevos partidos socialistas a la izquierda de la socialdemocracia –allí donde la izquierda ha sabido superar su patológica tendencia al sectarismo, como en Holanda o Alemania– han ocupado su lugar de antaño. La socialdemocracia «ha sido finalmente desposeída semántica e ideológicamente», escribe Walter. «Carece incluso –continúa–de algo aproximado a un concepto contrario, de un paradigma alternativo a la profundamente desacreditada ideología del campo contrario.» ¿La razón? La ideología del campo contrario ha pasado a ser su propia ideología. Al contrario que en el cuento de Augusto Monterroso, puede que cuando finalmente despierte, la socialdemocracia europea descubra que ya no está allí.

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=4574

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