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jueves, 18 de julio de 2013

Fascismo y DRY


Fuente: Kaos en la Red (28-10-2011)

Las décadas de los años 20 y 30 del siglo pasado, las de la anterior gran crisis del capitalismo imperialista, fueron también las del auge del movimiento nazi-fascista. En Italia conquistaron el poder en 1922, tras la Marcha sobre Roma encabezada por Mussolini, que había sido uno de los máximos dirigentes del Partido Socialista Italiano. En Alemania lo hicieron en 1933, implantando el III Reich. En el Estado español, de la mano del golpe militar de 1936, la Falange y sus organizaciones de masas se impusieron durante 40 años.

Con la agudización de la crisis económica del capitalismo de Estado y el peligro de revoluciones socialistas, los capitalistas de la época, muñidores de todos estos movimientos, buscaban apartar a la clase obrera y a las grandes masas del “bolchevismo”. De forma que los nazis-fascistas no se presentaban ante la gente como extrema derecha, ni siquiera como derecha, afirmando no ser “ni de derechas ni de izquierdas”.

Todos ellos hacían gala de defender a los trabajadores. El partido nazi se llamaba, ni más ni menos, “Partido Nacional Socialista Obrero Alemán”. En España, la falange propugnaba la “revolución nacional sindicalista”. Su discurso atacaba al capitalismo y a los bancos, presentándose como una «tercera vía» o «tercera posición», opuesta radicalmente tanto a la democracia burguesa cada vez más cuestionada, como a las organizaciones obreras, partidos y sindicatos de clase, que consideraban no representativos. Frente a ellas levanta las organizaciones del corporativismo italiano y alemán o el sindicato vertical español.

Por supuesto, los nazi-fascistas jamás hicieron otra cosa que “mejorar” el capitalismo, sin cuestionar jamás la propiedad privada. Y, mucho menos, la de la plutocracia a la que criticaban de boquilla pero alimentaban de hecho.

Noventa años más tarde, una nueva crisis económica vuelve a hacer temblar los cimientos del capitalismo imperialista. Y la oligarquía necesita otra vez desviar a los asalariados de ideas y propuestas que pudieran cobrar fuerza poniendo en peligro su dominio de clase. Esta vez, sin embargo, no esperemos ver camisas pardas, negras o azules. Los pequeños grupúsculos neonazis, despreciados por los ciudadanos como bandas de psicópatas, no son de gran utilidad.

En cambio, volvemos a ver a quienes, aprovechando el descontento popular, procuran apartar a la mayoría de cualquier influencia “bolchevique”. Diciendo estar contra el capitalismo, hacen suyas algunas reivindicaciones que, eso sí, no pongan en peligro el sistema. Se trata de “reformarlo”, de mejorarlo “pacíficamente”.

Qué mejor válvula de escape del propio sistema que unas protestas que no van más allá y acaban en sí mismas. Un mero descargue que alivie la presión sin plantear un modelo alternativo de sociedad (lo que requiere ideología y organización). Por eso, para lo que ya no son tan “pacíficos” es para prohibir tajantemente las banderas y los símbolos de los sindicatos y los partidos obreros, llegando a la agresión física a quienes se atreven a expresar visualmente su militancia política.

Se trata de sustituir las movilizaciones de la izquierda anticapitalista, de los sindicatos y de los comunistas, frente a los que se lanzan las consignas de “ni partidos ni sindicatos”, “no nos representan”, etc. Lo intentaron en Grecia, pero llegaron demasiado tarde para desactivar las movilizaciones del Frente Militante de Todos los Trabajadores (PAME) y de los comunistas. El paso siguiente ya lo conocemos: atacar a los obreros y asesinar comunistas, como ha ocurrido recientemente en Atenas.

Se trata, en definitiva, de barrer las posiciones superadoras del capitalismo y reemplazarlas con una disidencia controlada, con “asambleas” (por llamarlas de algún modo) manipuladas, y con una potente máquina de propaganda, contando con el respaldo abrumador de la prensa burguesa y las multinacionales de las redes sociales en Internet.

Basta preguntarse quién está detrás, quién financia, quién sostiene. No, desde luego, quienes vivimos de un sueldo.

La trama es burda. Sólo la debilidad ideológica y política de la izquierda anticapitalista explica el acomplejamiento ante esta nueva forma de fascismo del siglo XXI, de anarco-fascismo o cómo queramos denominarlo. El error bienintencionado de intentar conciliar con el monstruo, de rentabilizarlo electoralmente o de pactar con él, sólo lleva al desastre.

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